miércoles, 10 de octubre de 2012

Señor juez

- ¡Por el amor de Dios, que alguien cierre esa ventana!, ¡este balanceo me está poniendo nervioso!
- Disculpe, inspector, creo que ya pueden proceder a retirar el cadáver.

El juez, sentado frente a la sobria mesa de caoba del despacho, volvió de su ensimismamiento. Sobre ella, junto a un tablero de ajedrez en el que había quedado incompleta una partida, un sobre de color crema dirigido al señor juez, con el escudo nobiliario del conde del Rocinar en su ángulo superior derecho, dos caballos, uno blanco y uno negro, sobre fondo escaqueado y una leyenda, Un jaque siempre queda bien. Se lo facilitó un agente, aunque al parecer ya lo había abierto la hija del conde. El carácter especial del finado y el sobre abierto previamente por la niña le empujaron a iniciar la lectura allí mismo, saltándose las diligencias habituales. Además, el inspector era de confianza, el juez le conocía desde hacía años. A lo largo de su dilatada carrera sus manos habían abierto infinidad de cartas de suicidas, pero nunca hasta entonces había tenido el dudoso placer de leer la despedida de un noble, aunque éste perteneciese a una familia venida a menos. En los últimos tiempos, el conde se había convertido en un habitual de los medios de comunicación. Su hijo mayor había fallecido en un trágico accidente y se había visto envuelto en un escándalo financiero de grandes dimensiones. El juez recordaba al conde como un hombre joven y fuerte, de unos treinta y cinco años de edad, apuesto diría, pero lo que más le había llamado la atención era su mirada, triste, huidiza. Dejaba viuda y una hija.

El cuerpo del conde se mecía levemente junto a la ventana. Había improvisado la soga con el cinturón del elegante batín de seda que todavía vestía. Su pijama color burdeos también parecía de excelente calidad. El aire fresco no había eliminado totalmente el olor dulzón de los orines. Un agente procedió a descolgarlo con sumo cuidado y con la ayuda de un enfermero lo introdujo en una bolsa negra de plástico. La grotesca mueca del conde del Rocinar se ocultó tras la cremallera.

Con aparente tranquilidad, el juez extrajo del sobre unas cuartillas escritas con trazo firme y anguloso, ligeramente inclinado a la derecha.

“Señor juez, 

nunca fue práctica habitual de los de Arellano-Cabeza de Vaca eludir las muchas responsabilidades que la historia de España puso sobre nuestros hombros desde los tiempos en que don Rodrigo de Arellano recibió el condado del Rocinar de manos de Felipe II. Jamás rehuimos nuestras obligaciones y en todo momento afrontamos los deberes que conlleva la defensa de tan nobles apellidos, incluso en las épocas más difíciles. Precisamente en un intento por salvar el honor del linaje, llevado con tanto orgullo durante siglos por mis antepasados, voy a relatar las circunstancias que me han empujado a realizar una acción que puede parecer tan innoble. Yo, Jacobo Cayetano de Arellano-Cabeza de Vaca Fitzsimons Palacio y Silva, conde del Rocinar, señor de Casanueva de Aranda, Verneda y Fontanillas, me he visto obligado a manchar el honor de mi familia a los ojos de la sociedad con la indigna determinación del suicidio al no poder combatir en igualdad de condiciones con el rival más temible y poderoso, el maligno que se deleita con la humillación de las más piadosas estirpes, el príncipe de las tinieblas, Belcebú”. 

“Heredé de mi padre su espíritu deportista y la afición por la competición. Siendo niño me introdujo en la práctica de la vela, la equitación y el golf. También me inició en el ajedrez, argumentando que era el deporte más noble que podía practicarse. Disputé numerosas pruebas de vela hasta alcanzar la edad juvenil, clasificándome siempre en los puestos de honor. Sin embargo, siempre destaqué en la equitación, gané distintos concursos hípicos y me llegué a hacer un nombre en el circuito internacional. Estuve muy cerca de representar a España en los Juegos Olímpicos de 1992 en la modalidad de salto, pero una lesión me lo impidió. Aquella situación idílica se prolongó hasta dos años después. El infortunio se cernió sobre los de Arellano-Cabeza de Vaca. Una de las sociedades mercantiles que mi padre presidía se declaró en quiebra con todo lo que ello conllevaba, en forma de juicios e indemnizaciones. Alarmados por su grave situación económica, sus acreedores aprovecharon este momento para exigirle el pago de sus deudas. Mi padre pudo hacer frente a todas las demandas y a esos pagos, pero el patrimonio familiar se vio seriamente dañado. Vendió las residencias de Galicia, Cantabria y Valencia, y con ellas sus caballerizas y las tres embarcaciones de recreo. Agotado, enfermo y, sobre todo, decepcionado, murió poco después, dejándome el palacio de Verneda, esta finca y sus dos caballos más queridos, Efetrés y Alcibíades. He sido incapaz de transmitir su herencia a mi hija Cayetana”. 

Una solícita criada con los ojos enrojecidos por el llanto sirvió a los agentes unos refrescos, ofrecimiento que rechazó el juez sin alzar la vista, ya que continuaba absorto en la lectura de las sorprendentes cuartillas redactadas por el difunto. ¿El príncipe de las tinieblas? El inspector cogió su vaso y se dirigió hasta la biblioteca, que se alzaba magnífica tras el magistrado. Un lobo disecado le miraba feroz junto al escritorio. Paseó distraídamente la mirada por los volúmenes que la componían, la mayor parte lujosamente encuadernados. La colección se le antojó atípica, no era la esperada para un grande de España, a pesar de observar que la mayoría eran obras sobre historia y política del país. Le sorprendió que una parte nada desdeñable de la biblioteca estuviese dedicada al espiritismo, al satanismo y a las ciencias ocultas, temas que personalmente le inquietaban, y que hubiese un pequeño apartado dedicado al ajedrez. Bien pensado, esto último no era de extrañar, no sólo por el tablero sobre la mesa, sino por el blasón familiar que coronaba la fachada de la finca, que también hacía referencia al juego. Asimismo, había obras de ficción, una heterogénea selección de la mejor literatura contemporánea. El inspector dedujo que el conde debió de gozar de un excelente sentido del humor puesto que allí estaban, entre otras, las obras completas de Eduardo Mendoza, de Mikhail Bulgakov, Las aventuras del valeroso soldado Schwejk y selecciones de cuentos en diferentes idiomas de su autor, Jaroslav Hasek, los relatos de Woody Allen y Groucho, diferentes libros de Italo Calvino, La sombra del águila de Arturo Pérez Reverte y una antología del genial crítico taurino Joaquín Vidal.

“Nuestra precaria situación económica hizo que me alejase paulatinamente de la vela y la equitación y me concentrase en el ajedrez, juego en el que alcancé un nivel respetable. Mi historia comienza hace unos dos años, cuando empezó una nueva edición del campeonato internacional de ajedrez postal. Formaba parte de un grupo de ocho jugadores, por lo que debía disputar siete partidas simultáneamente. Me gustaba esta modalidad del juego porque podía analizar las posiciones en profundidad, estudiarlas, tomarme un tiempo razonable antes de enviar la respuesta a mi rival por correo. En poco más de un año se decidieron las cinco primeras partidas, cuatro victorias y una derrota. A nivel personal, fue un año terrible. La muerte de mi ama, el accidente mortal de mi hijo, la presión de la fiscalía que comenzaba entonces a investigar mi patrimonio. Supongo que tendrá conocimiento de todo ello si sigue mínimamente la prensa. Elena, mi esposa, mi querida esposa, mi hija y el ajedrez fueron los únicos consuelos en aquellos momentos tan difíciles”. 

“Tres meses más tarde conseguí doblegar la numantina defensa del irlandés McGowan. Un gran ajedrecista. Sólo quedaba una partida, la del húngaro Szabo, que se prolongaba de modo inusual. Habíamos jugado la apertura ágilmente, siguiendo los cauces recomendados por la teoría. Sin embargo, el medio juego había sido trabado, lento, una sucesión de maniobras a largo plazo en busca de un final ventajoso. El estudio de la posición me incomodaba, presentía algo negativo que me era difícil de explicar. Quería acabar aquella maratoniana partida cuanto antes, como fuese. Hubiera ofrecido tablas a mi rival de no ser por un error trivial que cometí y que me dejó en posición desesperada, con tres peones de menos. En aquel momento, achaqué el error a la desazón que me producía este último juego, que se prolongaba exasperantemente. También podía haber influido la sentencia, dada a conocer en esas fechas, la venta precipitada del palacio...”

Frente a la mesa del despacho había un mueble bajo con un pequeño televisor. El inspector no entendía demasiado de antigüedades, pero le pareció una pieza de calidad, con delicados motivos florales cuidadosamente labrados en la puerta. La abrió y observó que el interior había sido adaptado para alojar un vídeo y una veintena de películas. Allí estaban La semilla del diablo, El exorcista, La profecía, La maldición de Damien, La novena puerta... Aquel sitio comenzaba a darle escalofríos. Se imaginó el espectral efecto de las sombras en el despacho cuando se ocultase el sol y se corriese aquella gruesa cortina de terciopelo color ceniza cada noche. Se dirigió a la ventana, que continuaba abierta. Quería ver el sol de la mañana, los pinos que flanqueaban el camino que llevaba a la propiedad. Un perro comenzó a aullar.

“No sabría explicar la razón objetiva por la que, días después, me senté en el despacho a repasar el desarrollo de mi partida con Szabo. Las desgracias se sucedían desde que comenzó aquel maldito campeonato, y era la única partida todavía en juego. Estaba convencido de que existía alguna relación entre el torneo, Szabo y las miserias de los últimos años. ¿Quién podría ser ese Atanas Szabo? Busqué la ficha con la información de los jugadores del grupo que me había hecho llegar la federación internacional. Arellano, Herrera, Hoffmann, Holly, McGowan, Nunes, Solomon... y Szabo. Szabo, Atanas. De Budapest, Hungría. Era la primera competición que disputaba. Aquel impreso no contenía más datos y, sin embargo, allí estaba lo que buscaba. Distraídamente, me puse a jugar con aquellas palabras. Atanas, Szabo, Budapest, Hungría... Atanas el Magyar, Budapest, Hungary, Atanas Szabo, Szabo, A., Atanas S... ¿por qué no S., Atanas? No me llevó demasiado tiempo convencerme de que había dado con la combinación correcta y la respuesta a todas mis preguntas. Me estaba enfrentando a Satanás en una funesta partida cuyas jugadas se iban plasmando de modo cruel a mi alrededor. No sólo me había dado la clave, ¡se estaba burlando de mí! La eliminación de cada una de mis piezas se materializaba en una pérdida en mi entorno más querido. Mi hijo Jacobo, mis dos preciosos alazanes, el palacio de Verneda, Braulio y el resto del servicio...”

“Recordé las primeras jugadas de aquella demoníaca Caro-Kann. Nada más comenzar la partida, intercambiamos un peón central la misma semana que fallecía repentinamente Manuela, la que fuera mi ama y que seguía viviendo con nosotros en Verneda. Después vino el fatal accidente de Jacobo, cuando su montura calculó mal un obstáculo y le envió al suelo. El dolor por la muerte de mi primogénito me empujó a sacrificar al querido animal y, unos días después, cambiaba el alfil de casillas blancas y el caballo del flanco de rey en la lucha por el control del centro de mi partida con el diablo. Al cabo de más de medio año golpeó fatalmente mi delicado estado financiero la famosa sentencia que usted recordará por los periódicos, la cual me obligó a malvender el palacio de Verneda para satisfacer mi deuda con el fisco y a despedir a las cuatro personas que lo mantenían durante el verano, período que pasábamos en la finca de Casanueva de Aranda. Entre ellos se encontraba Braulio, el chófer, que dejó de trabajar para la familia después de treinta y siete años de servicio. Haciendo memoria me pareció escuchar la risa de Satanás recordándome la coincidencia de la venta con el cambio de torres y los despidos con un torpe intercambio de peones, que me condujo a una fatal secuencia de jaques de su dama y a la pérdida de tres infantes más. Analicé mis últimas jugadas y ratifiqué con horror su jaque de caballo, que me forzaba a su captura a cambio de mi pieza dos días después de que el carbunco matase al noble Efetrés”.

“¿Qué podía hacer ante una situación tan desesperada? Consulté mi biblioteca y no hallé remedio para mi angustiosa realidad. No se documentaba ningún caso que tuviese alguna similitud, ni siquiera remota, con mi problema. Llegué a consultar a un experto en ciencias ocultas y satanismo y también a un vidente, pero pronto me di cuenta de que eran unos embaucadores. Me encontraba jugando al ajedrez postal contra el mismísimo Lucifer, el ángel caído, y defendía un final de dama, torre y alfil con tres peones de menos y la única solución tenía que estar sobre el tablero. Analicé detenidamente la posición. Si jugaba de modo pasivo, a la defensiva, las negras cambiarían las piezas con comodidad e impondrían los tres peones de más en el final de la partida. No podía permitir ese lento y agónico desenlace, más capturas, más muertes a mi alrededor. La única solución de acabar la partida cuanto antes era aprovechar la actividad de mi dama y mi alfil. De no ser por la buena situación de estas piezas, la partida estaba objetivamente perdida”. 

“Ideé una secuencia de jaques que me permitieron mejorar todavía más la posición de mi alfil y activar la torre, además de evitar que durante esos días desapareciesen más piezas del tablero. Sin embargo, aquella era una maniobra de distracción, un ataque sólo aparente. Después de una defensa correcta mi último jaque era simplemente el reflejo de mi desesperación. El ataque había concluido. Ahora era el turno del contraataque negro. En ese momento, ocurrió lo inesperado, me vi sorprendido por la última jugada de Satanás, un débil movimiento de rey que me permitía alcanzar las tablas mediante el sacrificio de mi dama, consiguiendo un jaque continuo basado en la combinación de la acción de la torre y el alfil. La posición estará todavía en el tablero de mi despacho”. 

El juez interrumpió la lectura y miró la posición. Apenas sabía mover las piezas y no entendía las jugadas que explicaba el conde, pero allí estaban la dama, el alfil, la torre. El bando negro tenía tres peones de ventaja. Un agente entró en el despacho e informó al inspector de que la condesa estaba con su hija, mucho más tranquila. Había confirmado que su marido hacía meses que se mostraba algo más nervioso de lo normal e intranquilo, y achacaba el suicidio al cúmulo de desgracias que había padecido el conde durante los dos últimos años. La niña continuaba llorando. El inspector dio gracias al cielo por tener una buena excusa para abandonar aquel despacho y acompañó al agente para interrogar a la viuda. El juez prosiguió la lectura del relato.

“Si se hubiese tratado de una partida normal, no hubiese dudado, habría entregado mi dama para conseguir las tablas. Pero en aquel macabro pasatiempo, la entrega suponía poner fin a la vida de Elena. La madre de mis hijos. La dama era mi mujer, mi apoyo. Mi amor. No podía tolerar que ella diese su vida, mi existencia habría dejado de tener sentido. Sin embargo, el ajedrez me ofrecía una solución alternativa. Mi padre solía decir que una de las virtudes del juego era que uno podía abandonar la partida al saberse perdido, una retirada a tiempo era incluso honorable. El abandono, mi vida a cambio de la suya. Poniendo fin a mi vida, inclino mi rey ante Satán, esperando que con la victoria se dé por satisfecho y no se lleve de este mundo lo que yo más quiero. Me rindo, dejo la partida como han hecho tantas veces los grandes campeones de este juego durante siglos, sin que ello suponga un deshonor para nuestro linaje”. 

“No me queda mucho más que añadir. He escrito esta carta en plena posesión de mis facultades mentales y éstas son las verdaderas motivaciones por las que he decidido poner fin a mi vida. Quiero impedir de esta manera que se abra una investigación sobre las causas de mi muerte que pueda suponer molestias a Elena y Cayetana, a mis socios y amistades o al servicio, a cuyos miembros tengo en muy alta estima, así como dañar el honor de cualquier miembro de mi familia”. 

Finca de Casanueva de Aranda, a 24 de agosto de 2001 

Firmado: Jacobo Cayetano de Arellano-Cabeza de Vaca Fitzsimons Palacio y Silva, conde del Rocinar, señor de Casanueva de Aranda, Verneda y Fontanillas 


***** 


El viejecito interrumpió su cena. Su mirada, iluminada durante toda la velada por las ocurrencias de su esposa, quedó fija en el icono de San Esteban y parecía perdida, a la vez. Cayó una lágrima. Su hijo le acababa de traducir una carta en inglés que había llegado aquella misma mañana. El mismo sobre utilizado por el conde para enviarle las jugadas, pero en esta ocasión la remitente era su viuda, que le comunicaba el fatal desenlace. Los dos le miraron apenados. Su menudo cuerpo se estremeció. Apartó el tazón de leche y la hogaza de pan secto, se santiguó y juntó sus manos. Atanas Szabo rezaba por el alma de su amigo Jacobo.

4 comentarios:

  1. Una inquietante historia, con un final sorprendente ¿o no?. Lo que hace la imaginación cuando busca explicación a lo inexplicable.

    Me ha gustado mucho.

    Besos desde el aire

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Celebro, por partida doble, que te hayas animado a seguir hasta el final y, claro, que te haya gustado. No me canso de repetir el miedo que me da colgar textos relativamente largos. Me aterra tanto agotar al lector...

      Besos terrestres, amiga.

      Eliminar
  2. Estoy con Rosa: lo que hace la imaginación cuando busca explicación a lo inexplicable.
    Me ha gustado mucho, la verdad es que pensaba interrumpirlo y volver luego, pero no he podido dejarlo hasta saber que ocurría.

    Besitos

    PD: Como verás tardo, pero no dejo de pasar por aquí.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Elysa, claro que he observado que no dejas de pasarte, vuestra fidelidad a Grimas y leyendas es encomiable. De hecho, me dejáis en evidencia porque yo tengo bastante abandonado el pasar por mis blogs amigos.

      No podías decirme nada más alentador que esa imposibilidad de abandonar la lectura hasta el final. Sin palabras me dejas, amiga. Bueno, una sí: ¡gracias!

      Besitos

      Eliminar