miércoles, 16 de octubre de 2013

Anatoly o Un lugar en los Urales (2/2)

Me disponía a seguirle cuando me fijé en la fachada en la que poco antes había estado apoyado Garry. En el lienzo de la pared se distinguían con claridad unas mellas, las marcas características que dejan los disparos. Principalmente se concentraban en la parte en la que habíamos estado hablando, pero las señales también aparecían en los restantes edificios que cerraban la plaza. Asimismo, pude observar algunos tiros en los restos de la casa incendiada, que no había sabido ver antes de darme cuenta de la presencia de Garry.

- ¿Qué pasó aquí? ¿Tuvo algo que ver con la revolución que mencionó Garry?
- ¿Revolución? No, no hubo tal revolución. Se desarrolló una pequeña revuelta, no voy a ocultárselo. La plaza Bugojno fue el principal escenario de los disturbios de 1985, a raíz de la derrota de Karpov ante Kasparov en Moscú. La plaza Bugojno, la plaza Tilburg o Merano, las calles Baguio, Reggio Emilia, Wijk aan Zee, Linares, Skopje... reciben el nombre de célebres victorias de Karpov. Entienda que le cambie de tema, pero no nos gusta hablar demasiado sobre lo que pasó. Ya han pasado dieciocho años y la herida casi está cerrada definitivamente. Siempre es desagradable recordar una cosa así.
- Le comprendo, le comprendo. Discúlpeme, no fue mi intención incomodarle.
- ¿Le hablaron de nuestro célebre amanecer? –dijo, guiñando un ojo.
-  Ja, ja, claro que sí, mañana seré el primero en levantarme.
- El segundo, amigo mío, iré a buscarle y lo veremos juntos desde la capilla de San Anatoly.

Me encontraba parloteando con el alcalde de temas banales, pero mi pensamiento continuaba en la plaza Bugojno. ¿Cómo habría sido el amanecer del día después del terrible incendio de 1985? ¿Qué habría sido de sus propietarios? Nunca me hubiese imaginado que una derrota ajedrecística pudiera provocar desórdenes. De hecho, sólo concebía los disturbios deportivos asociados al fútbol, la pasión embrutecedora por antonomasia, y, por supuesto, al baloncesto griego. Era evidente que en la aldea en la que me encontraba el ajedrez se vivía de un modo muy especial, era su referente, hasta el punto de que sus habitantes salían a la calle a manifestar su alborozo o pesadumbre tras las partidas decisivas disputadas por su ídolo.

Continuamos el paseo nocturno en silencio hasta que alcanzamos la calle mayor a la altura de la panadería. Entramos en un amplio local. Andrei Ilich nos saludó desde la barra, sonriente. Apenas tenía apetito, y pedí un filete y una jarra de cerveza. Nos sentamos en la punta de una de las cinco grandes mesas alargadas en las que los vecinos charlaban amistosamente. Me presentaron a Timofei Semionich, a Ivan Andreich, a Anatoly Ivanovich, a Stepan Nikifiorovich, a Igor Antonich, a Anatoly Ilich, a Anatoly Pavlovich… Sin ningún esfuerzo consiguieron que me sintiese uno más, un vecino que tomaba una cerveza con sus amigos en la taberna tras una dura jornada en el campo. También estaba Anatoly, el hijo del alcalde, bromeando con el hombre del caballo tatuado, entre tragos de vodka frío. Di buena cuenta de mi cena y vacié mi jarra, mientras el señor Panov me hablaba de la historia de la comarca, del pueblo, de los recursos de la zona, de sus mujeres, de la filatelia, del ajedrez... Elevaba su tono por encima de las conversaciones superpuestas, entremezcladas. Su charla era amena e interesante, me encontraba muy a gusto conversando con el filatélico. Nos sirvieron dos jarras más. Con gesto cómplice me invitó a que me levantase y me condujo hasta la pared más larga de la taberna. Estaba cubierta con fotografías de todo tipo y medida del campeón de los Urales. Desde el techo hasta el suelo, con marcos de madera, trabajada o sin labrar, marcos más o menos humildes, metálicos, gruesos o delgados, marcos de plástico negro, de color. Fotos del niño Anatoly, de sus padres, fotos de Karpov delgado, de mediados de los años setenta, con la misma apariencia enfermiza que imitaba con éxito el joven Panov, fotos de Karpov recientes, entrado en kilos, Karpov jugando contra Korchnoi en Merano, contra Kasparov en Sevilla, en un encuentro que había finalizado con empate a cuatro a pesar de que todo el mundo creía que Karpov había sido derrotado, contra Padevsky, contra la Chiburdanidze, contra Larsen, Short, Salov y Kamski, al que el genio de Zlatoust descalabró en una portentosa exhibición en Elistá en 1996, como había hecho años antes con un tal Andrei Sokolov según me contó el alcalde, Karpov vencedor alzando un trofeo en Tilburg, rodeado de gruesos álbumes colocando un sello con unas pinzas, Karpov firmando un autógrafo a unos niños, con su mujer Natasha y su hijo, Karpov abrazado a su primera esposa, ofreciendo una sesión de simultáneas en el pueblo, delante del ayuntamiento, Karpov sonriendo junto al señor Panov en una fotografía dedicada por el ajedrecista, Karpov jugando al tenis, Karpov embajador de la Unicef, dos caricaturas al carboncillo de Karpov... El filatélico ilustraba su explicación con todo tipo de anécdotas del héroe local. Me llevé a los labios la cuarta jarra de cerveza, francamente divertido, dejándome llevar por aquel ambiente tan acogedor.

- ¡Acercaos!

Un hombre de los que me habían presentado se dirigía a la parroquia en general. Seguía el desarrollo de una partida que jugaban otros dos campesinos que me habían dado la bienvenida poco antes. ¿O llevábamos ya horas allí? La agradable conversación de mi anfitrión y la cerveza, siempre la cerveza, me habían hecho perder la noción del tiempo. Nos acercamos a ver la partida, como hizo la mayoría de los clientes de la taberna.

- ¡Qué defensa!
- Ánimo Petrosian, ja, ja, ja.
- Reíos, pero el joven Anatoly Antonich ha detenido el ataque de manera precisa y original, y no veo el modo de que las blancas concreten su ventaja de espacio.
- Eso es cierto. El caballo y la torre no tienen casillas, pero ha frenado el ataque, creo que definitivamente.
- Las negras tienen más fichas, pero hay jaque mate.

Noté que mi intervención provocaba murmullos. El señor Panov me explicó que lo que yo anunciaba no era cierto, que no había mate, ni siquiera existía tal amenaza, que dentro de cinco o seis movimientos las blancas tendrían que ir cediendo espacio y la ventaja material de Anatoly se convertiría en decisiva. Y que en ajedrez se hablaba de piezas, y no de fichas. Continuamos mirando el juego dentro del corro, integrado por cada vez más personas. Entre vodka y vodka, el alcalde me comentaba las jugadas de los dos contendientes y, efectivamente, el joven que conducía las negras pasó al contraataque de modo enérgico. Reconocí mi torpeza.

- Buena defensa, Anatoly.
- Bravo, Anatoly, tienes la precisión de Karpov, el concepto de Capablanca, la visión de Petrosian, ja, ja, ja. El talento de los mejores.
- Ja, ja, ja y ¿qué tiene de Kasparov? Porque Kasparov es el mejor, ¿no?

Mis ebrias palabras produjeron un silencio repentino, inquietante e hiriente a la vez. Los parroquianos me miraron ofendidos e incluso los dos jugadores interrumpieron la reflexión en la que se hallaban sumidos buscando al autor de aquella frase. Igor Antonich escupió.

- Disculpadle, apenas sabe nada de ajedrez.
- Es cierto, no sé nada, lo ignoro casi todo, pero leo los periódicos. Kasparov es el mejor jugador de la actualidad. Creo que es el campeón y eso no lo discute nadie –insistí, con la vehemencia e inoportunidad que confiere el alcohol a las palabras de un beodo. Igor Antonich volvió a escupir, esta vez tras una sonora expectoración, lanzándome una mirada de profundo rencor.
- Amigo mío, Kasparov no es el mejor ajedrecista del momento. Hace un año le venció Kramnik con claridad y en el reciente enfrentamiento entre Rusia y el resto del mundo celebrado en Moscú, le han derrotado varios jugadores a priori considerados inferiores. Judith Polgar le dio una buena lección. Además, hace años que no es campeón del mundo. Renunció al título cuando fundó su propia asociación, autoproclamándose campeón. Se llamaba o se llama... la GMA, la PCA, la WCC... no recuerdo con exactitud, perdóneme –mientras el señor Panov me dirigía estas palabras observé que algunos de los hombres del corro, que se iba disolviendo poco a poco, cuchicheaban entre sí.
- ¿Ah, sí? Y, ¿quién es el campeón entonces? ¿Ese Kramnik?
- No, el campeón es Karpov. Kramnik es el campeón reconocido por la asociación de Kasparov –comprobé que Igor Antonich escupía al suelo con una mueca de infinito desprecio cada vez que mentábamos al ajedrecista azerbayano.

Percibí cierta irritación en el tono del alcalde, por lo que le invité a otra jarra de cerveza. Los dos jugadores dejaron su partida en tablas y uno de ellos abandonó el local precipitadamente, seguido por el hombre del tatuaje y tres campesinos más. El hijo del señor Panov hablaba con Andrei Ilich y un anciano con aspecto de sifilítico.

- ¿Karpov campeón? ¿Bromean? Si hace años que no se comenta nada de él ni en televisión ni en los diarios –inconsciente, continué con una conversación que de estar sereno ni se me hubiese ocurrido iniciar.
- Señor –definitivamente, su tono cordial había dado paso a cierto enojo– cuando Kasparov abandonó la federación internacional, el título se dirimió entre Karpov y Timman, en la final de Amsterdam y Yakarta, en 1993. Karpov recuperó la corona mundial. En toda la historia del juego, sólo él, Alexander Alekhine y el genial Mikhail Botwinnik han sido capaces de recuperar el título. Lo retuvo hasta el campeonato mundial de Elistá de 1998, en el que derrotó con solvencia al aspirante, el indio Anand. Le podría reproducir movimiento por movimiento el memorable final de la primera partida del encuentro, dos torres contra dama, que ganó en ciento ocho jugadas. Absolutamente genial. En la siguiente edición del mundial se le privó del derecho fundamental que tiene todo campeón, el de defender su título. Se le obligaba a jugar la fase final del campeonato desde las rondas iniciales, bajo las mismas condiciones que los aspirantes. Fíjese bien, señor, las mismas condiciones que los aspirantes. Resulta increíble, ¿verdad? No se ha dado otro caso igual en la historia del ajedrez. Por eso renunció a disputar el mundial. Por eso seguimos considerando que es el campeón.
- Pero es ridículo, es como si hubiese alguien que todavía considerase campeón mundial a aquel americano que también se negó a jugar. Esta tarde su hijo me habló de él ¿Cómo se llamaba? –percibí que eran muchos los clientes que seguían nuestras palabras desde sus mesas, bisbiseando después de cada una de mis intervenciones. Algunos se habían marchado ya, pensando en la jornada del día siguiente.
- Fischer es un caso aparte. A él no se le negó la defensa de su corona. Simplemente quería imponer unas condiciones inaceptables y por eso fue desposeído del título. Imagínese, señor, el campeón debía vencer en diez partidas, pero el empate a nueve le permitía retener el título. ¡El aspirante debía sacarle dos puntos de ventaja al campeón! Son casos diferentes.
- Pero...
- Pero... ¿qué? Espero que no esté discutiendo a un hombre que ha sido campeón del mundo de semirrápidas y de partidas a dos y cinco minutos, que ostenta el record absoluto de torneos conquistados, que permaneció entre los dos primeros puestos del ranking mundial durante veinte años, cuya trayectoria ha sido premiada con una decena de prestigiosos oscars del ajedrez concedidos por la AIPE. Incluso sus detractores, como parece ser usted, recuerdan muy a su pesar el torneo de Linares de 1994, considerado el campeonato del mundo oficioso, donde consiguió una histórica performance de 3000 puntos elo, sumando once puntos sobre trece posibles. Por delante de Shirov y de Kasparov –un nuevo salivazo de Igor Antonich.

Concluyó su intervención dando un fuerte golpe con la jarra metálica en la barra. El hombre estaba colérico, no sabía qué decir para tranquilizarle. Me di cuenta de que había llegado demasiado lejos, discutiendo sobre un tema que ignoraba por completo. Le hizo un gesto a Andrei Ilich, que se puso un grueso chaquetón tras secarse las manos. El tabernero fue a hablar con un grupo de clientes que nos miraban silenciosos y salieron a la calle.

- Lamento profundamente haberle molestado.
- Buenas noches, señor.
- ¿Puedo hacer algo para arreglar este incidente? –intenté darle un abrazo. Borracho como estaba, me pareció la mejor manera de zanjar aquel lamentable episodio.
- Buenas noches, señor –repitió, con una voz fría, casi metálica, zafándose de mi abrazo etílico.

Me puse el abrigo y salí al exterior. La calle estaba desierta. Se levantó una desagradable ráfaga de aire frío que hizo ondear los sonrientes Karpovs sobre el colmado, las filatelias, la carnicería, la botica de la calle mayor. Respiré hondo intentando serenarme. En el cielo se perfilaba la luna llena. Alguien cerró desde el interior las hojas de madera de su ventana. Caminé con paso vacilante y tomé un callejón por el que horas antes había pasado con el alcalde. Había olvidado los sellos, pero preferí no volver a la taberna. Tenía el estómago revuelto. Giré a la derecha y me crucé con Garry, que venía en dirección contraria. Le palmeé la espalda a modo de saludo cómplice, ya que no se había retirado con su madre como nos había dado a entender, pero no dijo nada, limitándose a mirarme distraídamente. Un hilo de baba bajaba por su barbilla. Proseguí la marcha con paso inseguro, llegando a una estrecha calle que no recordaba. Di la vuelta para desandar parte del camino recorrido y me topé con dos hombres que me cerraban el paso con pose desafiante. Me molestó su arrogancia e intenté hacerles a un lado, pero frenaron mi acometida dándome un empujón. Caí al suelo, estaba mareado. Me levanté con dificultad e intenté pasar de nuevo. Los hombres permanecieron inmóviles. Les pedí una explicación y, al no recibir contestación alguna, cogí una calleja que se abría a mi derecha. Calle Skopje. Me encontraba en una pequeña plaza muy mal iluminada. Desorientado, pretendí tomar la primera calle que vi. Ya había pasado antes por allí. O no. Por ella venía un grupo bastante numeroso de vecinos, parecían muy alterados, precedido por dos perros que ladraban furiosamente. Uno de aquellos hombres llevaba una guadaña. Era el hombre del tatuaje. A su lado, una mujer menuda me amenazaba con un martillo, como poseída. Retrocedí asustado y corrí en dirección a la calle mayor en busca de socorro. Me paré en una bocacalle. Miré hacia arriba. Calle Linares. Mi corazón latía con fuerza. Al final de la calle distinguí la puerta pintada de rojo que había llamado mi atención cuando me acompañaba Anatoly Panov. Corrí hasta la ventana y pedí ayuda gritando, golpeándola desesperadamente. La joven madre, en camisón, abrió una de las hojas de madera. Me miró indiferente, adormilada. El que debía ser su marido avanzó pausadamente hacia mí y cerró la ventana dirigiéndome una mirada gélida y despectiva. Caí de rodillas y preferí sollozar a hacerme preguntas. Oí gritos demasiado cercanos. La cabeza me daba vueltas. Tenía ganas de vomitar. No sabía qué estaba ocurriendo, la razón de aquella hostilidad. La enfurecida muchedumbre me acababa de localizar, venía hacia mí avivando cada vez más su paso. Me levanté y continué bajando hacia la calle mayor, mirando hacia atrás, tropezando. Calle Bad Lauterberg, indiferencia tras las ventanas cerradas. Un grupo de hombres y mujeres coléricos, encabezado por Andrei Ilich y un jorobado siniestro con una pistola en el cinto, se interpuso en mi camino y tomé una empinada calleja, por la que venían tres campesinos y varios niños. Quise girar cuando recibí un fuerte golpe en la sien. Caí nuevamente. Oía gritos salvajes. Noté la sangre resbalando por mi mejilla. Alguien me cogió por detrás y me alzó. Antes de que me vendasen los ojos con un pañuelo sucio, seguramente de mi sangre, distinguí entre la turba al hijo del matrimonio que me acababa de negar el auxilio, mirándome fijamente y saludándome de nuevo con su manita. Me condujeron a empujones, mareado, entre náuseas, por calles empinadas. Tropezaba con las paredes. Finalmente, llegamos a lo que me pareció un espacio abierto. Los vecinos bramaban con fiereza y los perros me mordían los tobillos. El miedo me impedía llorar. Recibí un tremendo empellón y choqué contra una pared. Me pareció oír la voz del alcalde Panov.

Reconocí el siniestro clac, clac metálico, el inconfundible sonido del cargador del kalashnikov que no escuchaba desde el servicio militar. En ese instante comprendí que me encontraba en la plaza Bugojno y que no conocería el imponente amanecer de Anatolygorod.

1 comentario:

  1. Yo juraría que dejé un comentario... Bueno decía que me ha encantado. Que menudo giro le has dado a la historio para llevarnos a ese final de infarto.

    Besos desde el aire

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